24 septiembre 2006

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PANTARIAS
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ORIGEN LA ALMUNIA

Mataró. 1960

Mi tatarabuela nació en 1848. Siempre contaba que aquél había sido un año muy importante, no sólo porque hubiera nacido ella. El día de su muerte, no hace todavía un mes, hasta prácticamente su último aliento, estuvo recordando algunos de los aconte­cimientos acaecidos en aquellos días y que, según ella, habían marcado el transcurrir de su vida. Víctima del fervor de su madre -mi tatara-tatarabuela- por la patrona del pueblo, debió arrastrar de por vida el nombre de Pantaria, nombre que le imprimió inequívoca­mente un fuerte carácter. Mi primer recuerdo de ella se remonta a mi infancia, sentado frente a la cadiera jugando con cualquier ob­jeto, alejado del invierno, mientras ella tejía o hilaba o cocinaba o rezaba el rosario.
En aquellos años era habitual que las mujeres se casaran jóvenes, contra su voluntad muchas veces, y que su única ocupa­ción el resto de su vida fuera la de cuidar de su marido y tener mu­chos hijos. Naturalmente, este tipo de vida acababa con ellas a temprana edad. Por eso, no era frecuente que se juntasen bajo el mismo techo hasta cinco generaciones de una misma familia. Y menos frecuente aún era que esas cinco generaciones estuvieran representadas por mujeres. No llegué a conocer a mi padre ni a los maridos de ninguna de mis tres abuelas. Digo mis tres abuelas por­que nunca he sabido distinguir quién era madre de quién. Sólo hace poco más de un mes me enteré de que aquélla que se estaba mu­riendo y que siempre hablaba de las excelencias del año 1848 era la madre de todas. A la fabulosa edad de 112 años mantenía una luci­dez que no poseía ninguna de las otras, ni mi madre, que siempre tuvo -y tiene- un punto histérico e incontrolable. Mi tatarabuela Pantaria siempre se remitía en sus juicios y/o recuerdos a aconte­cimientos, sucesos, personajes, que tuviesen algo que ver con ese año mágico de su nacimiento. Aquél fue el año del "regreso del gran Espartero desde el exilio"; fue el año del final de la segunda guerra Carlista, salvando así el trono "la gloriosa y admirable Isabel II"; era presidente del gobierno "uno de los mejores hombres que ha dado España: Narváez"; fue el año del Manifiesto Comunista y del "desgraciado comienzo del declive de la burguesía en favor del proletariado"; fue también, ante todo, el año del primer ferrocarril de Barcelona a Mataró, el 24 de octubre.

Pero debo empezar desde el principio para que entiendas mis motivos. La vida en La Almunia -localidad a orillas del Jalón cuya patrona es Santa Pantaria, por la que se le puso el nombre a mi ta­tarabuela-, ambiente rural y agrícola, no debía ser fácil, así que la familia se mudó a Cataluña atraída por una boyante industria textil. No seré yo quien os hable de las miserias de la vida del inmigrante. Pantaria nunca lo hizo. De sus padres jamás mencionó nada. Sólo maldecía entre dientes a su madre por haberle cargado con la des­gracia de aquel nombre. Toda su infancia padeció el escarnio gene­ral de sus compañeros de escuela: "panta","panti","tari", fueron algu­nos de los ofensivos alias por los que tuvo que responder. "Más de uno perdió algún diente por pasarse de listo" recordaba sonriente. Creció y comenzó a atraer la atención de los jóvenes del barrio. Estaba en edad de merecer y los más osados se atrevían a echarle los tejos. Ninguno consiguió ser digno de su atención. Ella era muy decente y sus intenciones, serias. Cuando sus padres comenzaban a temer una solterona con el caracter avinagrado o, lo que era peor, una vocación monjil, apareció "Pep", un joven bien parecido, de simi­lar extracción social -menor era imposible y mayor, inaceptable-, trabajador a destajo en el ferrocarril y metido siempre en revueltas, disturbios y que se decía comunista. Había participado activamente en los desórdenes del 68 y era ferviente defensor de la implantación de la República. Estos antecedentes no molestaron a los padres de Pantaria que, más bien, veían a Pep como un aliado.
De este modo comenzó una larga tradición familiar de fe­rroviarios y de Pantarias. Pep casó con la primera Pantaria y tuvie­ron, para disgusto suyo y regocijo de la madre, una niña. No acierto a comprender cómo, tan disgustada como estaba con su nombre, mi tatarabuela decidió llamar también así a mi bisabuela.
Tras la boda, los recién casados se trasladaron, por el tra­bajo de Pep, a vivir a Mataró, ciudad industrial, con un nivel de vida irrisorio, con unas condiciones laborales rayanas en la esclavitud, que sirvió de germen de movimientos comunistas, sindicatos y "demás chusma". En una de las revueltas de los trabajadores murió Pep, dejando viuda e hija. No seré yo quién os hable de las miserias de la vida de una viuda en un mundo hostil, de hombres, competi­tivo, donde lo que estaba en juego era algo más que el puesto de trabajo: era la propia existencia. Ella nunca lo hizo. Sentada en la cadiera, frente al hogar, su cuerpo encogido, famélico; sus manos artríticas y temblororas; su rostro acuchillado y sombrío, hablaban por sí solos.

Casi de un soplo, la segunda Pantaria se puso casadera. Mientras su madre trabajaba de sol a sol, ella se dedicaba a esco­ger novio. Y vaya si lo eligió pronto. Boda apresurada con un agita­dor desaprensivo, republicano, cargador de mercancía en la esta­ción cercana, que aprovechó el primer tren para dejar a la recién desposada plantada en el umbral de casa.
Tras este suceso se fraguó un inequívoco espíritu monár­quico en la familia. Una nueva niña vino a confirmar la tradición. Esta vez el nombre pudo ser Isabel "en honor a las dos reinas más gran­des que ha tenido España", pero pudo más la devoción a la Santa. No seré yo quién os hable de los comentarios que tuvo que escu­char, de las miradas que tuvo que esquivar, de la marginación que tuvo que padecer. Ella nunca lo hizo. La niña pronto hubo de dejar la escuela, inmersa como estaba la familia en un mundo proletario y necesitado. Desde muy pronto colaboró con su abuela -mi tatara­buela- para mantener a su madre que, fiel a su vida pasada, estaba más preocupada por los pantalones que de cualquier otra cosa. A los once años oyó por primera vez hablar del desastre de ultramar y de la pérdida de las colonias. A los quince ya era capaz de identificar a lo más granado de la intelectualidad de aquellos años: leyó a Machado, creyó a Costa y se enamoró de Valle, al que admiraba por su agria visión del mundo. Pero su realidad estaba en Mataró, pobre entorno para su espíritu renovador y aventurero. Marchó pues a Barcelona a conocer mundo y a cultivar aficiones. En el viaje conoció al que luego habría de ser su marido: gustos comunes, afi­nes lecturas, similares ambiciones. Para evitar una tragedia familiar accedieron a casarse un año despues. Sus delirios intelectuales se vieron truncados ante la imposibilidad de vivir sin trabajar. Había, además, que mantener a la recién nacida -mi madre-, también Pantaria.

La Semana Trágica devolvió a mi abuela, viuda, a Mataró. Con mi madre en un brazo y un mísero hatillo donde cabían todas sus pertenencias en el otro, pidió asilo en la que otrora fue su casa y allí fue acogida sin una sola pregunta, sin un solo reproche. No seré yo quién os hable de la humillación que sufrió, del desengaño que arrastró el resto de su vida. Ella nunca lo hizo. Fueron aquéllos años de prosperidad. Mientras en Europa se mataban por no se sabe qué razones, mi madre crecía en un mundo un poco mejor que el que conocieron sus mayores: los sindicatos habían cobrado gran pu­janza, lo que humanizaba las condiciones laborales, y la monarquía era estable, lo que agradaba a todas las Pantarias. Sindicalismo y Monarquía resultaban difícilmente asimilables por aquellos días. Víctimas de la grave contradicción que suponía comulgar con am­bas cosas, su situación comenzó a flaquear.
En un ambiente politizado, rodeadas de comunistas y so­cialistas y anarquistas; huelgas generales, violencia patronal y re­presalias obreras y más violencia patronal, como lo de Savolta, la saga de las Pantarias era como una isla en medio de un mar em­bravecido, isla en la que todas las olas salpicaban y a la que todos los náufragos querían arribar. Uno de esos náufragos, precisa­mente, caló hondo en el espíritu de mi madre. Parecía de buena familia. Poseía unos modales exquisitos, vestía sin excesos pero con elegancia, era de claras tendencias antiproletarias y tenía un buen puesto en el ferrocarril. En un mundo brutal, despiadado, vio­lento y salvaje no es de extrañar que mis abuelas le dieran algo más que cobijo y mi madre algo más que compañía. Era el primer hom­bre que aparecía por aquella casa y no desaparecía con el primer suspiro. En cuanto se presentó la primera oportunidad se organizó el casorio. Él era mucho mayor pero era un buen partido. El primer buen partido de la familia. No se habló más.
Primero la crisis, luego la República y finalmente la guerra acabaron con las fuerzas de mi padre, que se suicidó a pocos días del final de la contienda cuando su paciencia no fue capaz de aguantar un segundo más. Mientras los demás celebraban el final de las luchas fratricidas o marchaban perseguidos, mi madre ente­rraba su buen partido en un solar a las afueras. Ni una lápida, ni una cruz; ni siquiera un cementerio: no había dinero. No seré yo quién os hable de la rabia que tuvo que contener, de las lágrimas que no vir­tió. Ella nunca lo hizo.


La estación de Mataró no es el mejor sitio para evocar viejos recuerdos, pero alrededor de ella se ha forjado toda mi histo­ria pasada: la de las Pantarias. No sé cuando lo decidí, pero mi des­tino se alejaría de aquí. No iba a continuar la tradición -pues Pantaria me llamo- y esperar a algún funcionario de la compañía estatal de ferrocarriles y tener que callar el resto de mi vida. La tata­rabuela siempre decía que 1848 había sido un gran año. No en vano nuestra vida ha estado marcada por esa fecha. Mejor dicho, vuestra vida. La mía no.
Adiós madre. Despídeme de las abuelas.

24 de Octubre. Mataró. 1960.

Rafael Ballesteros. 1992